domingo, 6 de mayo de 2012

Lección número 9: Las fronteras de la responsabilidad social




Hace una semana que he vuelto de Bangkok y que comparto mis impresiones con la gente. Mientras todos dan por hecho que he debido alucinar con la ciudad, sus rascacielos y sus shopping malls, yo solo puedo recordar mi decepción por el turismo sexual y el consumismo manifiestamente desmedido. Los individuos nos hacemos día a día con nuestra profesión y con los diversos contextos y realidades que vivimos. Mi relato sobre Tailandia lejos de ser un ensayo descriptivo sobre el país en el cuál he pasado únicamente 5 días, es una crítica a la irresponsabilidad, negligencia y abuso que cometemos los humanos con nuestros actos sociales.




Bangkok, Tailandia, 26 a 30 de abril 2012

Salir de Katmandú y aterrizar en una ciudad ordenada, con carreteras asfaltadas, semáforos y conducción diligente es todo un lujo. El taxi me deja en Sukhumvit, en la conocida soi (calle) 11 de Bangkok donde está mi hotel. Son las 9 de la noche y los termómetros marcan 30 grados y un 83% de humedad. A los tailandeses no se les ve sudar. Nosotros sin embargo estamos empapados de sudor, los pies inflados cual hombre elefante, y el pelo cardado a lo tina turner. Ellos ni una gota. Todo está tremendamente pulcro a pesar de no haber ni una sola papelera por la calle. Escapar de la polución de Katmandú es un privilegio y doy gracias por respirar aire limpio. Aunque teniendo en cuenta la cantidad de vehículos que hay, quizás sea la humedad que neutraliza los olores. Dos ingleses bebiendo cócteles en una wolkswagen caravelle tuneada me abordan, miran de arriba abajo mis pintillas hippiosas y mi cámara de fotos bajo el brazo, y me preguntan qué diablos hago merodeando por Bangkok de noche sola. Tengo ganas de descubrir la ciudad y sinceramente no le temo, pero al cabo de un rato empiezo a pensar que he elegido el barrio equivocado para ello. A mi alrededor solo hay coches de lujo, rascacielos, puestos de comida y luces multicolores.  Estamos en el sudeste asiático pero no lo parece si no fuera por los bellos rasgos de las muchachas de faldas extremadamente cortas que se contonean sobre gigantes tacones y llevan el pelo con bucles. Están por todos lados, con cuerpos espectaculares, curvas kilométricas o cuerpos de una delgadez sobrecogedora. Chiquillas, niñas sin desarrollar, sin pecho, que ya están en la industria del sexo. Bajo un puente veo una mujer esquelética, con un microvestido y mirada perdida en el vacío hacia las millones de luces de esta ciudad que se encuentra a merced del poder de los hombres. Sorprende aún más la cantidad de homosexuales y ladyboys que hay, que se ríen como chiquillas y mueven el culo como mujeres. Hombres solos o en grupos, de todos los tamaños, edades, nacionalidades y aspectos que han venido a Tailandia sedientos de sexo. Resulta que estoy en la “entertainment street”.

Soicowboy entertainment road, Bangkok


Junto a los cuerpos estructurales se pasean muchachas de enormes dimensiones que comen todo tipo de pescados asados gigantes que no tienen pudor por enseñar las piernas entradas en carnes. El calor es sofocante, la humedad pesada y yo estoy completamente en estado de shock. Noto que empiezo a marearme y necesito salir de ahí. Todo se vende en los puestos que abarrotan las aceras. Desde comida de todo tipo, pantalones muay thai y bolsos de imitación, hasta productos eróticos y cajas gigantes de viagra. Intentando encontrar una salida, entro sin buscarlo en la zona árabe. El cambio es brutal. Mujeres con burka, hombres gordos y grasientos, donner kebabs, olor a aceite refrito, mugre en los puestos, humo pestilente y mucha basura por el suelo. Salgo aterrada a la soi siguiente. Centenares de coches, tuk tuks, buses y motos me pasan por delante a gran velocidad. Me siento en un videojuego. Consigo llegar a mi hotel, un auténtico paraíso en medio de esta selva sexual. Ceno mi primer pad thai con gambas, rodeada de palmeras, plataneras y otras vegetaciones exóticas mientras noto que me corre el sudor por la espalda. Llevo tan sólo unas horas en la ciudad y solo quiero irme a dormir para olvidar lo que he visto y poder visitar la “otra Bangkok”.


Y así hago. Madrugo a las 5 de la mañana para ir a ver el mercado de Nonthaburi, a las afueras de la ciudad. Cojo el Chao Phraya Express que sube por el río que divide Bangkok en dos y que a esa hora está bañado de una luz mágica. A pesar de ser tan temprano hace ya un calor terrible. El mercado es de lo más surrealista y alucinante que haya visto en mi vida. Venden absolutamente de TODO. Yo me lo paso bomba: charlo como puedo con los locales, les hago fotos, se ríen conmigo, me dan a probar cosas, uno de las frutas parece que va a echar raíz en mi estómago :S, veo los vendedores de flores, de marisco, de fruta, de dulces, de lotería, de sujetadores, de tortugas, de cabezas de cerdo, de serpientes de agua, de bolsitas con líquidos cerrados cuidadosamente con la misma cantidad de aire en ellas. Deben de ser unos cracks en cadenas de producción. En un puesto de brochetas tienen a dos muchachos cortando con tijeras los milímetros de pollo que sobresalen de cada trozo.

Mercado de Nonthaburi, Bangkok

Vuelvo a coger el Chao Phraya Express pero esta vez la luz no es la misma y el calor es de infarto (son sólo las 9.30!). Soy la única pringada que no tiene sitio en la sombra y me siento derretir en el trayecto. Me paro en Tha Chang para explorar la zona del palacio real, donde me obligan a ponerme el jersey porque voy enseñando hombros. Me siento morir. En los jardines reales me para un grupo de adolescentes que quieren entrevistarme. Son graciosísimos: de donde vengo, cómo me llamo, y qué me parece Scary Movie… umm cuál era esa? Les digo que wow genial, me encanta y todos contentísimos me aplauden y me hacen fotos. El palacio real está repleto de turistas y de guardias de seguridad. Hay que saber que el Rey, Bhumibol Asulyadej, el Grandioso, que reina desde 1946, es el jefe de estado que más tiempo lleva en el cargo en el mundo y el miembro de la realeza más rico de la tierra, y sorprendentemente venerado por todos los tailandeses. Su imagen está por todos lados (TODOS). En todos los edificios, templos, carreteras, se exhiben fotos del rey en todas sus formas, posturas y atuendos: solo o acompañado de su mujer, de bebé, adolescente, maduro o entrado en años, con la mirada perdida, gorro de cowboy, sonriente, serio, mirada misteriosa, de modo más casual o de turista con cámara colgada, vestido de médico, tocando el saxofón… pero siempre reconocible por sus gafas de culo de vaso.

El rey y la reina de Tailandia, Bangkok
    Con los pies de hombre elefante me dirijo al Wat Pho, un precioso complejo que alberga en sus templos más de mil imágenes doradas de buda y una de las estatuas más grande de buda reclinado cubierto de pan de oro (46 mts de largo y 15 mts de altura).

Wat Pho - Buda reclinado, Bangkok
Wat Pho, Bangkok


De camino a Chinatown me encuentro con un simpático Ausi que vive en California, también lleva un gorro de cowboy, una camiseta de la CIA y me compra una cocacola porque ve que me va a dar un tabardillo. Alucina cuando le digo que soy una franco-española que vive en Nepal, que trabaja para la agencia alemana de cooperación, y que está de visita en Tailandia para hacer un examen para la Unión Europea. Chinatown es una auténtica locura. En un entresijo de callejas se amalgaman los vendedores de verduras, de zapatos, de amuletos y objetos de rito, de lotería, de oro, de pescado y otros miles de puestos de comida. El olor es insoportable y a mi no me entra absolutamente nada. Después haber recorrido todo el barrio, vuelvo a la zona del videojuego para hacer el susodicho examen.

Venta de lotería en el barrio chino, Bangkok
Al salir del examen siento una necesidad imperiosa de irme de compras. Empiezo a preguntarme si soy yo, o es el diseño de la ciudad, las luces y el consumo de energía 24 horas, o el bombardeo constante de información y publicidad. Los centros comerciales están completamente abarrotados de gente, con comida que va y que viene, con las mejores tiendas y marcas. Los tailandeses son MEGA modernos. Van vestidos a la última moda, con los mejores diseños y ropas esperpénticas. Usan todo tipo de tecnologías y se pasan el tiempo jugando a videojuegos, viendo videos, charlando por el móvil último grito, o mandando mensajes. Completamente embrutecidos, en el metro no veo ni una sola persona con libro en mano. Al menos aquí son bastante más civilizados en la conducción y no conducen con el móvil enganchado en el casco como en Nepal.

Mi agotador día acaba en el Lumphini Stadium, donde hacen los más famosos combates de muay thai. Aunque no entro en el estadio (no es recomendable dicen para una chica sola, y yo ya he tenido bastante) allí me mezclo con los locales, veo el combate desde la gran pantalla, oigo los gritos de los espectadores y veo el tejemaneje de las apuestas y vendedores de lotería que han desplegado sus tenderetes en menos que canta un gallo. Una vez más, hay puestos de comida por todos lados capaces de saciar un regimiento. Me aborda un tipo que resulta ser campeón de muay thai e instructor de combate y que me enseña algunas técnicas mientras me cuenta historias sobre sus alumnos venidos de todas partes del mundo.


Foto montaje en el Lumphini Stadium, Bangkok, Tailandia

En mi tercer día escapo de Bangkok para ir a la playa de Hua Hin, en una minivan con 12 jóvenes tailandeses modernísimos, maquilladísimos e impolutos que también se van de fin de semana. El viaje dura tres horas y ellos no se han movido un cm, sino es para mirar con el rabillo del ojo qué diablos hago yo con mi tiempo: abro el bolso, saco la guía, me quito las sandalias, me pongo el sombrero, subo las piernas, me rasco, leo mi libro, saco mi mp3, tarareo mis canciones, me como un caramelo, resoplo, saco la cámara, escribo en mi cuaderno de notas… ellos ni un aspaviento. Quietos en sus asientos con sus bolsos sobre las piernas, tan solo han movido los dos pulgares para mandar incesantes mensajes con sus iphones. Hua Hin es un pueblecito al sur de Bangkok y es justo lo que me hace falta para escapar del consumismo y turismo sexual que me ha agotado mental y físicamente. Bañarme en la playa de agua caliente, charlar con los lugareños, tomar el sol tumbada en arena blanca, comerme un mango delicioso con la brisa del mar, y cenar un buen marisco con curry hace que me reconcilie definitivamente con Tailandia.

Atardecer en Hua Hin, Tailandia



Una de las herramientas más utilizadas en el análisis de conflicto cuando trabajas en organismos e instituciones humanitarias y de desarrollo es el llamado “conflict sensitivity” o sensibilidad ante los conflictos que viene a ser la capacidad de entender el contexto en el que estás, junto con la capacidad de entender la interacción entre tu intervención y el conflicto, y la capacidad de actuar evitando los impactos negativos y maximizar los impactos positivos. Dicho así diréis que se trata de una alocución de sentido común, pero sin duda se hace arduo en su aplicación tanto en el desarrollo de políticas como en su traslado a los actos cotidianos. Cada vez suenan con más fuerza conceptos como sostenibilidad, ecoeficiencia, o transparencia¸ pero el alcance de estas palabras se escapa a menudo de la mente humana pues no somos conscientes del impacto que puede llegar a tener cada uno de nuestros actos. Con esta pequeña conclusión, abogo desde aquí que hagamos un ejercicio de autocrítica y que intentemos poner en práctica  estos nuevos conceptos, a la vez que apliquemos el concepto de sensibilidad ante los conflictos a otros contextos sociales como la gobernabilidad, el consumo y el turismo. Se trata de extender esta herramienta tanto en el ámbito público como privado, estableciendo así un sistema de “responsabilidad social” necesario, que calibra el grado del uso y el abuso de las relaciones sociales.