jueves, 2 de junio de 2011

Lección número 4: Las princesas no sólo están en los cuentos.




Katmandú capital es el caos en sí mismo. Ya no solo por la inestable situación política, la basura inagotable o el bulligueo constante del más de un millón de personas que en ella habita y parece no descansar nunca, sino por el protagonismo del comunismo y de la religión que lideran el raciocinio de esta ciudad que no da tregua. Tiene razón Amelie Nothombe en su libro cuando dice que un país comunista se reconoce únicamente por el zumbido incesante de los gigantes ventiladores que mueven sus grandes y lentas aspas sin remover una piza del soporífero aire que en el reina.




Así que esta última semana he estado bastante contenta de cambiar la agitada y anárquica KTM por cuatro días entre laderas y cimas de las montañas del Himalaya, en mi primera misión de trabajo con la UE. No quiere por ello decir que el desorden y el desgobierno no estuvieran presentes, pero sin duda no se viven igual cuando se es una auténtica princesa nepalí transeúnte por caminos vírgenes y añejos poblados. Pocas experiencias me han debido marcar tanto la vida a nivel profesional como personal, así que ahí va, espero saber transmitirlo:

Ya voy aprendiendo y comprendiendo que no cabe prever, planear, conjeturar ni organizar nada en Nepal, así que con esas premisas y tras una noche de insomnio por la agitación, me planto a las 7 de la mañana en el hotel de quienes han sido durante cuatro días mis compañeros de viaje, amigos e ingenieros contraparte del proyecto a supervisar en el distrito de Maygdi. Salir de KTM ya resulta toda una aventura. La carretera que atraviesa KTM valley más bien se asemeja a un parque de atracciones. Ellos la llaman la highway y todas las casuchas y bares de carretera que la bordean se llaman highway restaurant… El destartalado coche que ha decidido salir únicamente a las 10 y media del hotel con los dos italianos y la menda, mantiene el acelerador con vehemencia llegando a parecer un auténtico bólido a pesar de no ir a más de 50 kms/hora. Su persuasiva conducción se ve entorpecida por las vacas, cabras, vendedores ambulantes, agujeros, brechas, monjes, gallinas o niños que no parecen temerle a su pavorosa  velocidad. Sin embargo el paisaje es maravilloso. Atravesamos campos de verdes arrozales, poblados de casetas desniveladas y duchas al borde de la carretera y ríos de abundantes caudales. Adelantamos los supertuneados camiones marca TATA que portan mensajes indescriptibles de mil colores y nos divertimos contando las decenas de cabezas y piernas que asoman desde los techos. Lo que más cautiva mi atención son las solitarias siluetas de mujeres con saris de mil colores que caminan en línea recta por esas carreteras que no acaban nunca y que con elegancia sujetan un paraguas que las protege del sol.


                   


Después de diez horas de coche, unas cuantas paradas, miles de risas, un buen plato de chowmein y un dolor de brazo descomunal de sujetarme fuertemente al asidero del coche, llegamos al pueblo fantasma Beni donde pasamos la primera noche. De buena mañana nuestros contactos del gobierno nepalí nos recogen con los coches oficiales de bandera europea para llevarnos montaña arriba. Tras tres horas más de coche, la carretera su vuelve infranqueable y hemos de apearnos con nuestros macutos para hacer el resto del camino a pie. Cruzamos puentes colgantes, poblados remotos, rebaños de ovejas, maizales y hacemos una parada para visitar un colegio donde la UE ha instalado unas placas solares hace un tiempo. No doy crédito a lo que veo, las clases se han paralizado con nuestra llegada y miles de niños nos saludan, algunos tímidos, otros lanzados y alguno que otro hace como si nada, pero todos todos se acercan curiosos. Visten de corbata y lindos uniformes azules y las niñas llevan unos peinados preciosos que adornan con lazos rojos. A mí me encandila una niña que nada más verme me sonríe y me coge la mano para enseñarme su clase y sus amigas. Me siento como un trofeo para ella. A falta de idioma común, todo gesto vale. No se me ocurre otra cosa que cantarles Estaba el cocodrilo y el orangután… dos pequeñas serpientes y el águila real…  y se me corta el aliento al ver a una veintena de niños muertos de risa que me imitan haciendo el cocodrilo y batiendo las alas del águila. Los profesores nos enseñan orgullos las placas solares instaladas que proveen electricidad a los ordenadores y a la fotocopiadora y nos cuentan que por fin tienen luz en la escuela. Yo me hubiese quedado todo el día en el cole a cantar y a hacer tonterías pero nos espera la visita del proyecto. Mis compañeros de viaje, italianos y nepalíes, me tienen a cuerpo de rey y hacen todo por complacerme, pero hemos de marcharnos. Todos los niños vienen a despedirse a la puerta y me hacen el signo del cocodrilo.

                   


Son las dos de la tarde y yo no consigo probar bocado del daal bhaat que nos han preparado nuestros guías. La visita del cole me ha dejado demasiado impactada. “Believe me, esto no es nada” me dice uno de los italianos.

Tres horas de caminata después y 1100 metros más arriba, llegamos a un terraplén donde se han instalado el día anterior cuatro placas solares y que gracias a una turbina, un depósito y unas tuberías harán subir el agua del riachuelo unos centenares de metros más hasta llegar al pueblo Bima. Vienen a nuestro encuentro los mayores del pueblo con sus mejores atuendos y nos explican como pueden el estado del proyecto. Dos trabajando y el resto (quince) mirando.. normal que el proyecto lleve dos meses de retraso. Yo no soy ingeniera pero asisto encantada a la maniobra de inspección. Ya son casi las seis y las piernas me flaquean temiendo tener que volver a bajar esa montaña empinada pero nos dicen que en el pueblo tenemos sitio donde pasar la noche. Lo que no nos dicen es el espectáculo que me espera al llegar a la cima de la montaña donde se encuentra el poblado.

Con un Everest nevado de telón de fondo, el poblado entero nos aguarda en fila y en silencio con collares de hojas y flores en mano. Las piernas ya no me flaquean por el cansancio sino que ahora es el corazón en el que se me escapa por la boca. Empiezo a balbucear mientras me acerco a esa fila de gente que me mira como si fuese una princesa, me ponen el tika en la frente, me ponen el collar y me aplauden a cada paso que doy. Mis pies van solos y mis manos van recogiendo como puedo las flores que todos quieren darnos, pero no son lo bastante grandes. Nos llevan hasta una sala donde nos reciben con más honores y te, y nos sentamos con los sabios y personalidades. Toca presentarse y noto cómo me corean cuando saludo y me presento en nepalí. Menos mal que tengo a Abi del gobierno nepalí junto a mí que me traduce los largos sermones y los miles de agradecimientos que nos están otorgando. Me cuenta que los ordenadores y la electricidad del colegio también vienen de un proyecto europeo. Llega mi turno y todos quieren saber en qué puede mejorar el poblado para obtener más fondos de la UE. Y así sin haberlo planeado me toca jugar el rol de embajadora princesa de la UE y les cuento en un inglés que viene traducido después al nepalí el importante papel que la educación juega en un país en post-conflicto y que por ello es uno de los mayores objetivos de la UE en Nepal. La ceremonia acaba con miles de aplausos y agradecimientos.


                        

Los lugareños nos han dejado la mejor choza del pueblo para pasar la noche y nos ofrecen una cena de reyes. Probamos el vino de arroz nepalí imbebible que no puedo dejar por no ofender y que por lo tanto me vuelven a servir. Esa noche en lo más alto y casi en el cielo, con el único sonido de los grillos y de las voces de los alejados vecinos que se esconden tras los maizales se quedará grabada por siempre en mi memoria. El cielo me parece tan colmado de estrellas que dudo que sea cierto. Las luciérnagas que veo al atravesar el sendero a escuras que me lleva a la fuente, me trasportan a un recuerdo de la infancia que había completamente olvidado. Y el despertar se hace igualmente maravilloso. La voz de los campesinos que aran los campos de maizales que se expanden alrededor de la casa son esta vez mi despertador. Estamos a más de 3000 metros y el Everest sigue estando como telón de fondo. No ha sido un sueño. Parece que ha sido real.

Pero yo me he sentido como una auténtica princesa de cuento.